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miento de la sensibilidad enloquecida, por la tiranía de la carne y de la
sangre, por la alucinación de las ideas, por el flujo irresistible de la
cólera o del amor; unid a éstos las almas desnaturalizadas y feroces
que se lanzan como leones en medio del rebaño humano: Yago, Ri-
cardo III, Lady Mácbeth, todos los que no guardan en sus venas la
última gota de leche de la naturaleza, humana»; hallaréis en Balzac
los dos grupos de figuras correlativas; de un lado, los maniáticos:
Hulot, Claes, Goriot, el primo Pons, Luis Lambert, Grandet, Gobseck,
Sarrazine, Frauenhofer, Gambara, aficionados a las colecciones, ava-
ros, enamorados y artistas; en los otros, los animales de presa: Nucin-
gen,Vautrin, de Tillet, Felipe Brideau, Rastignac, du Marsay, los
Marneffe, varón y hembra, usureros, pícaros, cortesanas, ambiciosos,
gentes de negocios; por todas partes especies fuertes y recias, nacidas
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de la misma concepción que las de Shakespeare, pero de parto más
laborioso, en un ambiente respirado por muchas generaciones huma-
nas, inficionado por gérmenes morbosos, con una sangre empobrecida
y con todas las deformaciones, las enfermedades, las taras de una ci-
vilización ya vieja.
Éstas son las obras literarias más profundas; manifiestan mejor
que todo el resto los caracteres importantes, las fuerzas elementales,
los estratos profundos de la naturaleza humana. Al leerlas sentimos
una emoción grandiosa, la que experimenta el hombre al penetrar el
secreto de las cosas, al encontrarse admitido a la contemplación de las
leyes que rigen el alma, la sociedad y la historia. Sin embargo, des-
pués de leídas dejan una penosa impresión; son demasiadas miserias,
demasiados crímenes; las pasiones desenfrenadas, al entrechocarse
violentamente, provocan demasiados desastres. Antes de entrar en el
libro mirábamos las cosas por fuera, tranquilamente, de un modo ma-
quinal, como un burgués que asiste a un monótono y acostumbrado
desfile de tropas. El escritor nos coge de la mano y nos lleva al campo
de batalla; allí vemos los ejércitos acometerse con furia, bajo una llu-
via de plomo, cubriendo el suelo con sus muertos.
Subamos un escalón más alto y llegaremos a los tipos perfectos, a
los verdaderos héroes. Muchos se encuentran en la literatura dramáti-
ca y filosófica de que acabamos de hablar. Shakespeare y sus con-
temporáneos han multiplicado las imágenes acabadas de la inocencia,
la bondad, la virtud y la ternura femeninas. A través de todo el trans-
curso de los siglos sus creaciones han reaparecido revistiendo formas
diversas en la novela y en el drama de la literatura inglesa, y encon-
traréis las últimas hijas de Miranda y de Imogenia en alguna Ester o
Inés, de Dickens. Tampoco faltan en Balzac los caracteres nobles y
puros: Margarita Claes, Eugenia Grandet, el marqués de Espars, el
médico de pueblo pueden servir de ejemplo. Y aun podríamos encon-
trar en el vasto campo de las distintas literaturas muchos escritores
que deliberadamente no ponen en sus obras mas que los sentimientos
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elevados y las almas superiores: Corneille, Richardson, Jorge Sand; el
primero, en Poliuto, el Cid, los Horacios, representaciones del he-
roísmo razonador; el otro, en Pamela, Clarisa Grandison, llevando la
voz de la virtud protestante; la última, en Mauprat. François le
Champi, la Charca del diablo, Juan de la Roche y tantas obras re-
cientes, pintando la generosidad nativa. Algunas veces, en fin, un ar-
tista superior: Goethe, en Hermann y Dorotea y, sobre todo, en
Ifigenia; Tennyson, en los Idilios del rey y en la Princesa, han tratado
de remontarse al cielo ideal más alto. Pero hemos caído desde las altu-
ras, y el escritor sólo de nuevo logra elevarse por las curiosidades del
artista, las abstracciones del solitario y las investigaciones del ar-
queólogo. En cuanto al que intenta crear personajes perfectos, unas
veces los ve como un moralista, otras como un observador; en el pri-
mer caso los emplea como argumentos que prueban una tesis, con
visibles muestras de frialdad o ideas preconcebidas; en el segundo, con
una confusión de rasgos humanos, de defectos de origen, de prejuicios
locales, de faltas pasadas, presentes y futuras, que acercan la figura
ideal a la persona de carne y hueso, pero que empañan el esplendor de
su hermosura. El ambiente de las civilizaciones adelantadas no es
propicio para el florecimiento de este tipo ideal; aparece muy lejos, en
las literaturas épicas y populares, cuando la inexperiencia y la igno-
rancia dejan ancho espacio para el vuelo de la imaginación.
Hay una época adecuada para cada uno de los tres grupos de tipos
y cada uno de los tres grupos literarios; tienden a producirse uno en el
ocaso, otro en la plenitud, el otro en el primer entusiasmo juvenil de
una civilización. En las épocas muy ocultas y de gran refinamiento, en
las naciones que empiezan a envejecer, en el siglo de las hetaíras de
Grecia, en los salones de Luis XIV y en los nuestros, aparecen los
tipos más bajos y más llenos de verdad, la literatura cómica y realista.
En las épocas adultas, cuando la sociedad está en su pleno desarrollo,
cuando la nación se encuentra en mitad de una carrera llena de gran-
deza- Grecia en el siglo V, España e Inglaterra al terminar el siglo
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XVI, Francia en el siglo XVII y en la actualidad-, aparecen los tipos
llenos de intensidad y dolor, la literatura dramática y filosófica. En las
épocas intermedias, en que se mezcla una plenitud y un ocaso- en
nuestro tiempo, por ejemplo-, las dos edades se confunden y entrecru- [ Pobierz całość w formacie PDF ]