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proliferación de acciones legales contra los médicos y al elevado coste que suponía en términos de sufrimiento
humano y de dinero. En el curso de sus actividades con Wigoder, Grant _& Berlow, R.J. fue confeccionando un
archivo de casos y datos sobre estas dos cuestiones.
El trío se deshizo tras la graduación. Samantha siempre había querido dedicarse a enseñar anatomía y
aceptó una residencia en patología en el Centro Médico de Yale New Haven. En los cuatro años de carrera,
Gwen no había pensado en ninguna especialidad concreta, pero al final sus ideas políticas la indujeron a elegir la
ginecología y entró como residente en el Hospital Mary Hitchcock de Hanover, New Hampshire. R.J.
lo quería todo, todo lo que podía ofrecer el hecho de ser médica. Se quedó en Boston para hacer una
residencia de tres años en el Hospital Lemuel Grace. Jamás dudó de lo que hacía ni siquiera en los peores
momentos, cuando se acumulaban sobre ella trabajos sucios por el terrible desgaste, la falta de sueño y las horas
interminables de trabajo. Era la única mujer entre los treinta residentes de medicina interna que participaban en
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el programa. Como en la facultad de derecho y en la facultad de medicina, tenía que hablar un poco más alto que
los hombres, esforzarse un poco más. La sala de los médicos era territorio masculino, en el que sus compañeros
de residencia se relajaban, hablaban obscenamente de las mujeres (los residentes de ginecología recibían el
nombre de «entendidos en coños»), y por lo general pasaban de ella. Pero desde el primer momento R.J.
mantuvo la vista fija en su objetivo, que era convertirse en la mejor médica posible, y era lo bastante buena para
situarse por encima del machismo cuando se lo encontraba, tal como había visto hacer a Samantha con respecto
al racismo.
Ya en los comienzos de su carrera, R.J. reveló una incuestionable capacidad para el diagnóstico, y
disfrutaba contemplando a cada paciente como un rompecabezas que debía resolver mediante su inteligencia y
preparación. Una noche, mientras bromeaba con uno de sus pacientes, un enfermo del corazón llamado Bruce
Weiler, R.J. le cogió las manos y se las estrechó.
No pudo soltarlas.
Fue como si estuvieran unidos por... ¿por qué? R.J. se sintió desfallecer con un conocimiento cierto que
instantes antes no poseía. Hubiera querido gritarle una advertencia al señor Weiler, pero se limitó a musitar un
comentario trivial y se pasó los cuarenta minutos siguientes revisando su expediente, auscultándolo y tomándole
el pulso y la presión sanguínea una y otra vez. R.J. creía estar perdiendo el juicio: tanto la gráfica como las
constantes vitales de Bruce Weiler indicaban a las claras que su corazón estaba cada vez más fuerte y
recobrándose por momentos.
A pesar de todo, ella tenía la certeza de que estaba muriéndose.
No le dijo nada a Fritzie Baldwin, el residente en jefe; no podía decirle nada que tuviera sentido, y se
habría burlado de ella sin misericordia.
Pero aquella madrugada, el corazón del señor Weiler se fundió como una bombilla defectuosa y el
hombre dejó de existir.
Al cabo de unas semanas volvió a tener una experiencia similar.
Preocupada y perpleja, habló de esos incidentes con su padre. El profesor Cole asintió, con un brillo de
interés en la mirada.
A veces parece que los médicos tengan un sexto sentido que les indica cómo va a evolucionar un
paciente.
Esto lo experimentaba mucho antes de estudiar medicina. Sabía que Charlie Harris iba a morir.
Lo sabía con absoluta certeza.
En nuestra familia hay una leyenda... comenzó él en tono indeciso, y R.J. rezongó para sus adentros
porque no estaba de humor para escuchar leyendas de familia .
Se decía que algunos de los médicos Cole que ha habido a lo largo de los siglos eran capaces de
predecir la muerte cogiendo de las manos a sus pacientes.
R.J. soltó un bufido.
No, lo digo en serio. Lo llamaban el Don.
¡Por favor, papá, no me vengas ahora con supersticiones! Eso es de cuando recetaban ojo de tritón y
pata de rana. ¿Realmente podían creer una cosa así?
Él se encogió de hombros.
Parece ser que tanto mi abuelo, el doctor Robert Jefferson Cole, como mi bisabuelo, el doctor Robert
Judson Cole, tenían el Don cuando eran médicos rurales en Illinois respondió suavemente .
No se da en todas las generaciones. Según me dijeron, algunos de mis primos también lo tenían. Yo
heredé las antig8edades más preciadas de la familia, el escalpelo de Rob J. que está en mi escritorio y la viola da
gamba de mi bisabuelo, pero habría preferido el Don.
Entonces..., ¿tú nunca has experimentado nada por el estilo?
Muchas veces he sabido si un determinado paciente iba a vivir o a morir. Pero no; nunca he tenido el
conocimiento cierto de la inminencia de la muerte sin signos ni síntomas. Naturalmente prosiguió
imperturbable , la leyenda de la familia también dice que el consumo de estimulantes embota o anula el Don.
Entonces quedas excluido sentenció R.J. Durante muchos años, mientras los médicos de su
generación no estuvieron mejor informados, el profesor Cole había disfrutado con frecuencia del placer de un
buen cigarro, y aún seguía complaciéndose en su habitual recompensa vespertina de un buen whisky de malta.
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R.J. había probado la marihuana en la escuela secundaria, pero nunca había llegado a habituarse a fumar
ni una cosa ni otra. Al igual que a su padre, le gustaban las bebidas alcohólicas. En los momentos de tensión, una
copa representaba un alivio innegable, al que a veces recurría ansiosa, pero nunca había permitido que el alcohol
pudiera perjudicar su trabajo.
Cuando completó el tercer año de residencia, R.J. ya tenía claro que quería tratar a familias enteras, a
gente de todas las edades y de los dos sexos. Pero para hacerlo adecuadamente necesitaba saber más sobre los [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]